miércoles, 18 de febrero de 2009

La guerra de los talingos y las palomas


Un combate se libra en las alturas. Seres alados, blancos unos; negrísimos los otros. Podría pensarse en una lucha entre la luz y las tinieblas. Pero no. Ambos bandos abrevan de ambos extremos. Son ambiguos y ambivalentes, en fin: naturales y silvestres. Ambos son plagas: ratas con alas dirán algunos. Los he visto espiarse, con recelo y con rencor, huir y esconderse. Persistir en el territorio conquistado. Llorar la derrota. Son invasores. Primero las palomas tomaron por asalto los aleros de mi casa. En recovecos inalcanzables, construyeron nidos y fortalezas. Allí vieron la luz pichones hambrientos que luego partieron para no volver. Allí pasaron las temporadas de lluvias, cubrieron las ventanas de plumas y de heces, su amor ruidoso llenó de insomnio numerosas noches eternas. Y entonces, el árbol que alguien plantó hace mucho tiempo en el jardín que da sobre la vereda creció, y sus ramas se extendieron hacia las alturas. Hasta allí llegó una mañana la bandada de talingos fugitivos. Banda al fin, se tomaron el árbol sin pedir permiso, se adueñaron de cada rama y no permitieron más intrusión ni tan siquiera acercamientos. Desde esa base de avanzada divisaron al enemigo: las palomas blancas, o manchadas. Estas no se dejaron intimidar. Practicaron hasta la saciedad la retirada estratégica, evadieron los lances agresivos de las aves negras pero persistieron una y otra vez en su necio propósito de dominar la techumbre de mi casa. Sobrevivientes de balinazos, escobazos, piedras, agua, reinaron hasta la llegada de los talingos, que no cesaron entonces de perseguirlas, atacarlas, amedrentarlas, de todas las formas posibles. Una vez, un vecino tuvo la temeraria idea de soltar a tres gavilanes en la vecindad. Cundió el terror, no solo entre las aves sino entre los demás vecinos. En cuestión de horas, las rapaces dieron cuenta de talingos, palomas, colibrís y pechiamarillos. Los sobrevivientes huyeron en desbandada hasta la colina cercana, donde esperaron varios días hasta que concluyera la amenaza. Finalmente alguien logró atajar a los gavilanes. Desde entonces, las batallas entre talingos y palomas se ha reanudado, pero ya nadie les presta atención. Ya son parte del paisaje.

jueves, 5 de febrero de 2009

El bosque


Semillas remotas traídas por las aves se enclavaron en la delgada capa de tierra que cubre la rocosa loma que domina San Cristóbal. Y allí donde solo una hierba salvaje y simple crecía para ser raída cada verano por el fuego de los incendios, crecieron, primero tímidos, luego imponentes, aquellos árboles. Son modestos, no vaya a pensarse en robles, encinos, naranjos o cosa parecida. Defienden su dignidad para no ser confundidos con arbustos, pero su altura nunca supondrá un desafío para ninguna especie. Con sus brazos extendidos hacia el cielo, acaso suplicantes, seguramente sedientos, son refugio de las aves. También enmarcan la ruta tortuosa de algunos piedreros que cruzan hacia San Miguelito, luego de abastecerse en los sórdidos mercados de drogas clandestinos de Río Abajo. Algunas noches se ven los reflejos repentinos de los fuegos que encienden en algún lugar de la colina para consumir su vicio en ese aislamiento falso, en ese simulacro de monte que les da la ilusa sensación de libertad. Otros, más osados, y mas desagradables, arrastran llantas y las queman en los baldíos adyacentes a la loma para extraerles los alambres y venderlos como metal en alguna de las compraventas de reciclaje que también abundan en las cercanías. Su humo tóxico enferma a los vecinos, pero, desde luego, a ellos los trae sin cuidado. Pero en ese bosque reside, o residía otro habitante. Uno que rehuye a la gente, que se esconde detrás de la exigua maleza. Rey solitario de la colina, monarca del silencio, gobernante de su imperio de pájaros malditos, perros fugitivos, ratas hambrientas y estrellas lejanas. Él, cuyo nombre no recuerdo, se desliza hacia la ciudad, en busca de algo para mantenerse. Arrastra la vergüenza, disimula el dolor. No es cínico ni enajenado como se pensaría de un habitante de la calle. De hecho no vive en la calle sino allá en lo alto, en la loma. A veces sube a los buses a pedir ayuda. Lo hace muerto de la pena, pero aun con restos de una entereza y una dignidad maltratada que lo reivindican. Su cara manchada lo delata, pero el no tiene nada que esconder. Y lo habla alto: el sarcoma de Kaposi lo consume vivo. Sabe que le queda poco tiempo. El Sida lo expulsó del mundo y lo relegó a aquella comarca cercana aunque inhóspita en donde temo que ya se haya perdido para siempre.