
Semillas remotas traídas por las aves se enclavaron en la delgada capa de tierra que cubre la rocosa loma que domina San Cristóbal. Y allí donde solo una hierba salvaje y simple crecía para ser raída cada verano por el fuego de los incendios, crecieron, primero tímidos, luego imponentes, aquellos árboles. Son modestos, no vaya a pensarse en robles, encinos, naranjos o cosa parecida. Defienden su dignidad para no ser confundidos con arbustos, pero su altura nunca supondrá un desafío para ninguna especie. Con sus brazos extendidos hacia el cielo, acaso suplicantes, seguramente sedientos, son refugio de las aves. También enmarcan la ruta tortuosa de algunos piedreros que cruzan hacia San Miguelito, luego de abastecerse en los sórdidos mercados de drogas clandestinos de Río Abajo. Algunas noches se ven los reflejos repentinos de los fuegos que encienden en algún lugar de la colina para consumir su vicio en ese aislamiento falso, en ese simulacro de monte que les da la ilusa sensación de libertad. Otros, más osados, y mas desagradables, arrastran llantas y las queman en los baldíos adyacentes a la loma para extraerles los alambres y venderlos como metal en alguna de las compraventas de reciclaje que también abundan en las cercanías. Su humo tóxico enferma a los vecinos, pero, desde luego, a ellos los trae sin cuidado. Pero en ese bosque reside, o residía otro habitante. Uno que rehuye a la gente, que se esconde detrás de la exigua maleza. Rey solitario de la colina, monarca del silencio, gobernante de su imperio de pájaros malditos, perros fugitivos, ratas hambrientas y estrellas lejanas. Él, cuyo nombre no recuerdo, se desliza hacia la ciudad, en busca de algo para mantenerse. Arrastra la vergüenza, disimula el dolor. No es cínico ni enajenado como se pensaría de un habitante de la calle. De hecho no vive en la calle sino allá en lo alto, en la loma. A veces sube a los buses a pedir ayuda. Lo hace muerto de la pena, pero aun con restos de una entereza y una dignidad maltratada que lo reivindican. Su cara manchada lo delata, pero el no tiene nada que esconder. Y lo habla alto: el sarcoma de Kaposi lo consume vivo. Sabe que le queda poco tiempo. El Sida lo expulsó del mundo y lo relegó a aquella comarca cercana aunque inhóspita en donde temo que ya se haya perdido para siempre.
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