miércoles, 7 de abril de 2010

Encantadores de serpientes

No nos llamemos a engaño. Las serpientes muerden. 'Pican', como solemos decir en lenguaje popular. Vivimos rodeados de serpientes. Aquellas a las cuales nuestro 'progreso' ha ido arrebatando su hábitat, palmo a palmo, y , desorientadas y confundidas, penetran en nuestras casas sembrando el terror, convirtiéndose en automáticas enemigas a las cuales hay que eliminar. Hay las otras. Aquellas que se mimetizan entre la gente, que hablan, se mueven, caminan y se ven como gente. Pero son serpientes, y no de las buenas, y no contienen lo mejor de la especie reptil, sino lo peor, la astucia del instinto animal, junto a la perversión de la mente humana. Ellas asechan, urden, conspiran, engañan, se agazapan, emboscan, reparten generosamente su veneno, y hacen víctimas entre inocentes e incautos que no tuvieron tiempo de reaccionar ante su ataque, que no lo previeron, hipnotizados por su mirada engañadora y dormecina. ¿Qué hacer entonces? ¿desatar una guerra? ¿repartir palos a diestra y siniestra? ¿venenos también acaso? ¿podremos los seres humanos sensatos, razonables y bien intencionados enfrentar a esa raza híbrida y letal que medra entre nosotros mismos, dentro incluso de nosotros mismos? Mejor cantemos. Mejor busquemos melodías dulzonas y ritmos acompasados, apliquémosles su propia medicina, que no veneno, sino esa hipnosis, ese trance inducido que las encanta (y les encanta) y las duerme y las hace dóciles. Hágamoslas inofensivas, que bailen a nuestro son. Seamos, en suma, encantadores de serpientes.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Las invasiones bárbaras




Primero fue el sonido.
Era el rugido de un motor descomunal que invadía el espacio sonoro. Claro que nos extrañó. Como siempre, los niños fueron los primeros en acudir a ver. ¡Un camión! decía mi hijo pequeño. Un camión común y corriente no le suscitaría tanta emoción. Camiones pasan y camiones van todos los días por las calles cercanas a la casa. Camiones pasan todo el tiempo por la avenida cercana que se ve desde la ventana del cuarto de los chicos. Camiones de todos los tamaños, desde los huidizos micropáneles de alguna floristería de barrio hasta los monstruos de 18 ruedas que atraviesan el país sin detenerse. Lo que había afuera de nuestra casa ese día era precisamente uno de esos monstruos de 18 ruedas con todo y su cargamento, un enorme contenedor que aún olía a mar y a lejanía recién desembarcada.
El monstruo retrocedió para acomodarse. El cabezal, o sea, el remolque, quedó justo en el portón del edificio, bloqueando toda la entrada. Le gritamos desde arriba "no puede estacionarse ahí". El conductor, de mal humor, antecedió su respuesta con improperios ininteligibles pero cuyo significado no hacía falta traducir. "solo voy a dejar la carga", dijo, como si fuese una respuesta natural. No entendimos. Pero sí. Pocos minutos después la explicación vendría de la mano del cumplimiento de sus palabras, que cobraban todo su sentido: en vez de llevarse de allí a aquel mastodonte mecánico en su totalidad, el hombre se apeó del vehículo, hizo algunos ajustes (¿o desajustes?) y vimos como la cabeza del engendro se desprendía de su cuerpo. El cabezal de la 'mula', con su conductor rezongón adentro, giró hacia la avenida y se fue, dejando abandonado el contenedor en plena calle, sin importar que ya eran más de las seis de la tarde, que los carros que intentaban entrar a la barriada tenían que evadir con temeridad la monstruosa caja metálica, que las avenidas estaban atestadas, que nuestra callecita modesta colapsaba por el exceso de llenura. Allí se quedó el contenedor.
Pocos minutos después, pero que parecieron eternos, llegó otro camión más pequeño, del que se bajó alguien y abrió las compuertas del cuerpo del monstruo. Dos hombres apenas distinguibles entre las sombras que empezaban a apoderarse del mundo, empezaron a bajar cachivaches. cosas metálicas, pesadas, y las cargaron con prisa en el otro camión. Minutos más tarde regresó el de la mula, la conectó nuevamente al remolque y, tras increíbles acrobacias, se llevó de allí aquella aparición. Esa tarde volaron por los aires varias prohibiciones: la de acarrear cosas de noche, la de estacionar camiones en sitios residenciales, la de bloquear los accesos peatonales y vehiculares y otras más que no recuerdo. No es la primera vez que esto ocurre, y no pasa nada. Estamos invadidos por los bárbaros. Ellos mandan. ¿Habrá manera de librarnos de su yugo? civilizadamente parece que no es posible.

viernes, 31 de julio de 2009

Pedro y la ambulancia

Nadie quiere ceder el paso.

Pedro (es el nombre que entendí que me dijo) me recoge en su taxi en una esquina de la vía Cincuentenario. Un enorme camión articulado, que trata de girar, ha trancado la avenida. Todos los automóviles están represados. Algunos conductores tratan de pasar como pueden. Un auto, salido de la nada se nos acerca peligrosamente por atras. El chofer suena su bocina y nos rebasa, temerario. "¿A este que le dio?" dice Pedro, que no lo puede creer. Luego, en el semáforo una señora se atraviesa. No cede el paso y no se decide a cruzar. Nos lanza una mirada de reprobación. "¿Viste? ese es el problema. Nadie quiere ceder. Por eso ocurren los accidentes", dice Pedro, meneando la cabeza.
Pedro maneja un taxi para "redondear". Su verdadero trabajo es como chofer de ambulancias en una policlínica del Seguro Social. "No nos pagan horas extras. Nos dan tiempo por tiempo, pero cuando lo queremos tomar nos dicen: 'no se puede". Durante la crisis de la gripe A (H1N1) dice que tuvo que trabajar turnos de 12 y 14 horas.
"Por eso -dice- hoy voy a llegar tarde. Si me dicen algo, les recuerdo que me deben un pocotón de horas".
Pero de lo que más se queja es de la indolencia de los conductores, de la gente que maneja. "Ni con la sirena quieren dar paso. Lo otro son los vivos que se te pegan cuando se despeja la vía, aunque esos no son tan graves".

Pedro me cuenta una historia que parece mentira:

"Me llamaron por el radio. Había una persona que necesitaba atención urgente. Había que llegar rápido. No estaba muy lejos, pero la ambulancia no tenía casi gasolina. " con esto no llego", pensé. Me metí en una bomba. Había una fila enorme para tomar gasolina. Había una señora en un carro blanco adelante de mí. Le dije 'por favor, señora, tengo que ir a buscar una persona que está grave, ¿me podría ceder su espacio, por favor?. La señora, me miró de reojo y me dijo: "espere su turno". Los minutos pasaban. Le pedí a otro señor de la fila contigua si me podía dar chance. Se hizo a un lado y me dejó pasar. Llené el tanque y salí a toda velocidad. Había tranque. Prendí la sirena, puse las luces, y ni así abrían espacio los carros. Como pude, logré llegar al lugar del accidente. Era un muchacho. Estaba herido. Lo llevé hasta el hospital. Mientras lo bajaban de la ambulancia y los paramédicos lo acomodaban para que pudiera recibir atención, una mujer, asustada, lo esperaba, llorando. Ella se sorprendió al verme. Yo también. Era la mujer que no me había querido ceder el turno en la gasolinera. El muchacho era su hijo".

jueves, 30 de julio de 2009

Ave eléctrica



Lo primero que se oyó fue un chasquido. Luego hubo como un chisporroteo, como si alguien estuviera haciendo un huevo frito. En seguida se escuchó un "boom". Todos corrimos hacia la ventana. Advertimos que no había electricidad. El transformador de la red eléctrica que pasa por nuestro edificio, y que está peligrosamente ubicado a unos cinco metros de mi balcón acababa de explotar. Salía algo de humo de su parte superior. "Nos fregamos", creo que dijo mi esposa. Parecía que todo se debía a una fluctuación de voltaje, tan común en la barriada. De pronto Adrián David, mi hijo menor, de siete años, que se había asomado a la ventana pese a que le habíamos dicho que no lo hiciera, exclamó: "¡Mira! ¡ahí!. Me asomé. No podía creerlo. Porfiado y tranquilo un talingo terminaba de acomodar las ramitas de su nido que acababa de construir, justo debajo del transformador. Un movimiento de sus alas o de su cola había causado un cortocircuito que podría haberlo convertido en ave rostizada. Pero él (¿o ella?) estaba como si nada, a sus anchas en su nueva casa. ¿Qué hado, que dios alado y perverso protege a estos pajarracos? ¿cómo osan, cómo juegan con la muerte de manera impune y temeraria? (y claro, nos perjudican de paso) Este pariente tropical de los cuervos de Poe parece pasearse entre el mundo de los vivos y los muertos con absoluta indolencia. Cargados de energía sin duda nacerán y crecerán las crías cuyos huevos ya empolla.

miércoles, 29 de julio de 2009

Gutierrez


Tembloroso y cojo, pelado y con mirada de desamparo, llegó un día cualquiera a rebuscar comida en la basura. Nadie lo quería. Era un intruso, un merodeador. Un indeseable. Su mansedumbre, su terca persistencia fueron haciéndolo parte del paisaje. Llegaba a dormir largas siestas a los portones del edificio. Poco a poco le fuimos tomando cariño. Lo llamamos 'Gutierrez'. El lo aceptó de buen grado. Se convirtió en la mascota del edificio. Mis hijos se alegraban al verlo en las mañanas cuando salíamos para la escuela. "¡Hola Guitierrez!", lo llamaban con entusiasmo y él, alegre, meneaba la cola. Nos 'escoltaba' hasta la parada de buses, bien distante. Luego regresaba. Asumió su función de guardián y se volvió un problema para los señores que dejaban los recibos de la luz, del agua, del cable, anunciaba la cercanía de gente sospechosa, día y noche. Desafiaba a los otros canes más robustos, mejor alimentados y en mejores condiciones de salud que él. Durante algunos días parecía que estaba más enfermo que de costumbre. Echado al lado del portón, llegamos a pensar que estaba muerto. Un día cualquiera no lo vimos más. Así como llegó, se desvaneció sin dejar rastro. "¿Dónde está Gutierrez?", preguntan todavía mis hijos. No tengo respuestas para ellos, ni para mí. En las noches escucho a los perros aullar y ladrar. Entre esos sonidos creo reconocer el bufido cansado y profundo de Gutierrez. Y me pregunto cuando tardará en recordar el camino de vuelta a esta, su 'casa'. O si se habrá extraviado ya para siempre tras un elusivo hueso en algún sendero perdido entre las estrellas.

Barrer, trapear, pintar

En verano (me gusta más usar la inexacta y más literaria palabra 'verano' para referirme a la temporada seca de este país) la gente suele arreglar la casa. Se botan cachivaches, muebles viejos, papeles, cosas inservibles. Con los objetos uno tiene la superstición o la fantasía de que también se van las tristezas, los dolores, los rencores. Es una manera de exorcisar las malas vibras del año que se está dejando atrás. Barremos y trapeamos furiosamente tratando de remover hasta el milímetro la suciedad acumulada en aquellos rincones que nunca visitamos. Lo mismo nos sucede interiormente. Simbolicamente tratamos de sacar aquellas manchas que nos opacan, aquellos recuerdos malos que nos hacen daño y que generalmente hemos dejado dormidos. Luego buscamos la pintura. Colores distintos, vivos y brillantes, solemos elegir, para darle a la casa otra aire, otra luz. Ojalá un aspecto nuevo, como una hoja en blanco donde volver a escribir la historia desde cero. Así nosotros nos prometemos enmendar los malos pasos, pedir perdón, dejar los malos hábitos, retomar los proyectos inconclusos y romper con la cadena de postergaciones eternas.

Este blog estaba un poco abandonado, así que con palabras de jabón, escoba de rectificación y pintura de ideas nuevas vamos a tratar de recobrarlo para que brille, para que respire renovado y sepa que no lo olvidamos. Que es una casa donde cabe todo. Donde caben todos.

viernes, 12 de junio de 2009

Elogio a la locura

La cuenta regresiva para ingresar al reino de los locos avanza inexorablemente. Faltan días para que se inaugure el quinquenio del señor Martinelli y su corte demente. Hastiados y cansados de lo mismo, del bipartidismo gastado en torno a dos difuntos cada vez más lejanos y grises, la gente le apostó a la locura. Hemos reemplazado la polarización por la bipolridad. La razón se había mostrado ineficaz, así que podíamos prescindir de ella y librarnos al arbitrio de quienes invocan a la luna y le aullan. Para allá vamos. Y las señales son preocupantes. Los nombramientos ministeriales son un misterio, solo explicable fuera de los cauces trillados de la lógica: una ginecóloga que luchará contra el contrabando, un buen muchacho, artista de la lágrima televisiva y los motores rugientes, sin un título al mando de un ministerio social; un gerente y financista aficionado al aire libre como responsable de la ANAM, un publicista ganchoso como Ministro de Gobierno, una periodista opinadora como Ministra de Educación. Otro ministro quiere cazar comunistas hasta debajo de la cama. Y su jefe de policía parece una mezcla de Yul Brainer y Benito Musolini del trópico. Y así por el estilo. Todavía no han hecho nada. Solo hablar, sin mucha sustancia, solo ideas muy gaseosas, muy propias del reino del ensueño. O del delirio. Pero van a hacer cosas. Se les ve en la mirada alucinada. Erasmo de Rotterdam también estaría asustado.