

Primero fue el sonido.
Era el rugido de un motor descomunal que invadía el espacio sonoro. Claro que nos extrañó. Como siempre, los niños fueron los primeros en acudir a ver. ¡Un camión! decía mi hijo pequeño. Un camión común y corriente no le suscitaría tanta emoción. Camiones pasan y camiones van todos los días por las calles cercanas a la casa. Camiones pasan todo el tiempo por la avenida cercana que se ve desde la ventana del cuarto de los chicos. Camiones de todos los tamaños, desde los huidizos micropáneles de alguna floristería de barrio hasta los monstruos de 18 ruedas que atraviesan el país sin detenerse. Lo que había afuera de nuestra casa ese día era precisamente uno de esos monstruos de 18 ruedas con todo y su cargamento, un enorme contenedor que aún olía a mar y a lejanía recién desembarcada.
El monstruo retrocedió para acomodarse. El cabezal, o sea, el remolque, quedó justo en el portón del edificio, bloqueando toda la entrada. Le gritamos desde arriba "no puede estacionarse ahí". El conductor, de mal humor, antecedió su respuesta con improperios ininteligibles pero cuyo significado no hacía falta traducir. "solo voy a dejar la carga", dijo, como si fuese una respuesta natural. No entendimos. Pero sí. Pocos minutos después la explicación vendría de la mano del cumplimiento de sus palabras, que cobraban todo su sentido: en vez de llevarse de allí a aquel mastodonte mecánico en su totalidad, el hombre se apeó del vehículo, hizo algunos ajustes (¿o desajustes?) y vimos como la cabeza del engendro se desprendía de su cuerpo. El cabezal de la 'mula', con su conductor rezongón adentro, giró hacia la avenida y se fue, dejando abandonado el contenedor en plena calle, sin importar que ya eran más de las seis de la tarde, que los carros que intentaban entrar a la barriada tenían que evadir con temeridad la monstruosa caja metálica, que las avenidas estaban atestadas, que nuestra callecita modesta colapsaba por el exceso de llenura. Allí se quedó el contenedor.
Pocos minutos después, pero que parecieron eternos, llegó otro camión más pequeño, del que se bajó alguien y abrió las compuertas del cuerpo del monstruo. Dos hombres apenas distinguibles entre las sombras que empezaban a apoderarse del mundo, empezaron a bajar cachivaches. cosas metálicas, pesadas, y las cargaron con prisa en el otro camión. Minutos más tarde regresó el de la mula, la conectó nuevamente al remolque y, tras increíbles acrobacias, se llevó de allí aquella aparición. Esa tarde volaron por los aires varias prohibiciones: la de acarrear cosas de noche, la de estacionar camiones en sitios residenciales, la de bloquear los accesos peatonales y vehiculares y otras más que no recuerdo. No es la primera vez que esto ocurre, y no pasa nada. Estamos invadidos por los bárbaros. Ellos mandan. ¿Habrá manera de librarnos de su yugo? civilizadamente parece que no es posible.
Era el rugido de un motor descomunal que invadía el espacio sonoro. Claro que nos extrañó. Como siempre, los niños fueron los primeros en acudir a ver. ¡Un camión! decía mi hijo pequeño. Un camión común y corriente no le suscitaría tanta emoción. Camiones pasan y camiones van todos los días por las calles cercanas a la casa. Camiones pasan todo el tiempo por la avenida cercana que se ve desde la ventana del cuarto de los chicos. Camiones de todos los tamaños, desde los huidizos micropáneles de alguna floristería de barrio hasta los monstruos de 18 ruedas que atraviesan el país sin detenerse. Lo que había afuera de nuestra casa ese día era precisamente uno de esos monstruos de 18 ruedas con todo y su cargamento, un enorme contenedor que aún olía a mar y a lejanía recién desembarcada.
El monstruo retrocedió para acomodarse. El cabezal, o sea, el remolque, quedó justo en el portón del edificio, bloqueando toda la entrada. Le gritamos desde arriba "no puede estacionarse ahí". El conductor, de mal humor, antecedió su respuesta con improperios ininteligibles pero cuyo significado no hacía falta traducir. "solo voy a dejar la carga", dijo, como si fuese una respuesta natural. No entendimos. Pero sí. Pocos minutos después la explicación vendría de la mano del cumplimiento de sus palabras, que cobraban todo su sentido: en vez de llevarse de allí a aquel mastodonte mecánico en su totalidad, el hombre se apeó del vehículo, hizo algunos ajustes (¿o desajustes?) y vimos como la cabeza del engendro se desprendía de su cuerpo. El cabezal de la 'mula', con su conductor rezongón adentro, giró hacia la avenida y se fue, dejando abandonado el contenedor en plena calle, sin importar que ya eran más de las seis de la tarde, que los carros que intentaban entrar a la barriada tenían que evadir con temeridad la monstruosa caja metálica, que las avenidas estaban atestadas, que nuestra callecita modesta colapsaba por el exceso de llenura. Allí se quedó el contenedor.
Pocos minutos después, pero que parecieron eternos, llegó otro camión más pequeño, del que se bajó alguien y abrió las compuertas del cuerpo del monstruo. Dos hombres apenas distinguibles entre las sombras que empezaban a apoderarse del mundo, empezaron a bajar cachivaches. cosas metálicas, pesadas, y las cargaron con prisa en el otro camión. Minutos más tarde regresó el de la mula, la conectó nuevamente al remolque y, tras increíbles acrobacias, se llevó de allí aquella aparición. Esa tarde volaron por los aires varias prohibiciones: la de acarrear cosas de noche, la de estacionar camiones en sitios residenciales, la de bloquear los accesos peatonales y vehiculares y otras más que no recuerdo. No es la primera vez que esto ocurre, y no pasa nada. Estamos invadidos por los bárbaros. Ellos mandan. ¿Habrá manera de librarnos de su yugo? civilizadamente parece que no es posible.
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