
Lo primero que se oyó fue un chasquido. Luego hubo como un chisporroteo, como si alguien estuviera haciendo un huevo frito. En seguida se escuchó un "boom". Todos corrimos hacia la ventana. Advertimos que no había electricidad. El transformador de la red eléctrica que pasa por nuestro edificio, y que está peligrosamente ubicado a unos cinco metros de mi balcón acababa de explotar. Salía algo de humo de su parte superior. "Nos fregamos", creo que dijo mi esposa. Parecía que todo se debía a una fluctuación de voltaje, tan común en la barriada. De pronto Adrián David, mi hijo menor, de siete años, que se había asomado a la ventana pese a que le habíamos dicho que no lo hiciera, exclamó: "¡Mira! ¡ahí!. Me asomé. No podía creerlo. Porfiado y tranquilo un talingo terminaba de acomodar las ramitas de su nido que acababa de construir, justo debajo del transformador. Un movimiento de sus alas o de su cola había causado un cortocircuito que podría haberlo convertido en ave rostizada. Pero él (¿o ella?) estaba como si nada, a sus anchas en su nueva casa. ¿Qué hado, que dios alado y perverso protege a estos pajarracos? ¿cómo osan, cómo juegan con la muerte de manera impune y temeraria? (y claro, nos perjudican de paso) Este pariente tropical de los cuervos de Poe parece pasearse entre el mundo de los vivos y los muertos con absoluta indolencia. Cargados de energía sin duda nacerán y crecerán las crías cuyos huevos ya empolla.
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