La jornada previa había incluido la penosa búsqueda de la casa del niño Atencio, que murió en una avalancha que destruyó su casa. Nos perdimos varias veces tratando de encontrar el lugar. Nos dijeron primero que el carro que llevábamos no lograría subir la cuesta que llevaba hasta el sitio exacto. No sabíamos si encontraríamos a alguien o no. Íbamos realmente a ciegas. Una niña que encontramos en Guadalupe nos dio la seña correcta: "es por allí", nos dijo e indicó una entrada casi inadvertida y estrecha que ya habíamos pasado como dos veces. Subimos. El trecho era angosto y compuesto por un lodo resbaladizo y espeso que se hacía más difícil a medida que se ascendía por la loma. En un punto Víctor tuvo que parar en carro. "Esto no sube", dijo. Entonces me bajé y seguí a pie. Casi me arrepentí cuando empecé a caminar. Prácticamente quedaba enterrado hasta los tobillos. Cada paso era como un paso lunar: lento y pesado. Varias veces estuve a punto de besar el suelo, pero logré mantener el equilibrio. No tenía idea de cuanto nos faltaba para llegar. Caía una llovizna menuda y por la pendiente bajaban chorros de agua que diluían aun más el lodo. Ya iba dejando bastante atrás a Víctor. De pronto me encontré en el camino a varios niños. "¿Donde está la casa del niño Atencio?", pregunté. "Allá, a la vuelta", dijeron."¿Falta mucho", pregunté otra vez. "No", dijeron "Apenas dobla la encuentra". Y entonces me contaron algunos detalles de la historia. En efecto, conocían a Pablo y a su familia, algunos eran compañeros de la escuela. Sin apenas emoción, contaron parte de lo que había pasado y hablaron de su compañero muerto. Para entonces Víctor había logrado arrancar de nuevo el Pick Up y ya subía detrás de nosotros. Los niños me acompañaron hasta la casa. Allí se despidieron. Me encontré entonces a un grupo de amigos y parientes de la familia Caballero, la familia de Pablo. Nos miraron con extrañeza. Era incómodo, sin duda. El paisaje era desolador. Los restos de la casa yacían en el suelo. Parecía que le hubiera caído una bomba. El grupo estaba tratando de rescatar algunas pocas pertenencias útiles, y separándolas de lo que ya no servía. Allí hablé con Vicente Caballero, héroe desconocido de la tragedia, quien salvó a sus padres y a su sobrino de la muerte, pero no alcanzó a salvar a Pablo pese al esfuerzo que hizo. El habló conmigo, y he de decir que es una de las entrevistas más difíciles que me ha tocado hacer. Porque necesitaba que me contara, pero también debía dejar claro que respetaba su dolor y el deseo de no ser importunado más. Varios reporteros habían estado merodeando por allí en busca de noticias y no habían sido particularmente amables o sensibles.
De allí nos dirigimos al albergue de Paso Ancho, cerca de Volcán. Era la evidencia más palpable de estar en una zona de desastre. Casi doscientas personas acomodadas en una escuela porque se habían quedado repentinamente sin donde vivir. Personal de la Cruz Roja, Sinaproc, Ministerio de Salud, iban y venían por todas partes. Era complicado manejar un grupo de personas tan grande en semejante situación. Pero al menos allí tenían techo y comida asegurada. Vi los rostros de la incertidumbre y el miedo, la milenaria paciencia de los ngöbe, muchos de los cuales se salvaron de milagro cuando la furia del río destruyó los campamentos temporales donde pasan la noche cuando trabajan en la cosecha del café. Familias enteras, muchos niños haciendo lo que hacen los niños: jugar, desentendidos de la magnitud del desastre.
El director del Centro de Salud de Volcán, de cuyo nombre no logro acordarme, nos atendió muy bien y nos explicó los pormenores del manejo de la emergencia. Es más, como no tenía vehículo, , nos pidió 'el bote' hasta Volcán. Allí, nos invitó a tomar un delicioso café orgánico y un tamal navideño estilo costarricense que prepara su esposa tica. Hombre visionario, nos habló de proyectos ecoturísticos y de... cocina. Tipo amable e interesante, digno de otra historia, otro día.
BOQUETE
Si uno no se asoma al río Caldera no se entera de que Boquete sufrió el impacto de una crecida histórica. El pueblo vibra de actividad. La rutina sigue. Hay gente en el pueblo que va y viene. Buses y automóviles transitan por sus calles con normalidad. Pero es solo asomarse a la orilla del río para ver el horror: a lado y lado de una corriente que se ve aun impetuosa, están casas y edificios, en su mayoría precarios, como cortados a hachazos. A todos les falta un pedazo. Ha sedimentos, palos´, piedras, acumulados en las orillas, hay largos tramos donde la tierra parece haber sido arrancada por una cuchilla gigante. Dicen los lugareños que en menos de 48 horas el río cambió de cauce tres veces, que se convirtió en una gigantesca corriente turbulenta que se llevó por delante lo que encontró. Al otro lado del río es más que evidente lo que pasó. Entré en una casa de Jaramillo centro, el poblado que está frente a Boquete. El suelo se acababa abruptamente en la parte trasera, la que da al río. La casa se quedó sin sustento debido a la corriente que socavó las bases. Eso provocó el colapso de esa parte de la casa, que quedó colgando sobre el río. Entré en una habitación en donde el techo colgaba literalmente sobre mi cabeza y las paredes amenazaban con venirse abajo a cualquier momento. El suelo tampoco era seguro. Salí pronto de allí.
Más abajo unos vecinos tomaban fotos. Me intrigué y me asomé a la orilla. Era digno de una película: un puente de hormigón y acero, un puente vehicular de dos carriles, de no menos de cien metros de largo, estaba partido en tres pedazos. El río le pasaba por encima. Parecía más bien que aquí hubiera habido un terremoto. Más adelante, el lujoso hotel Ladera, apenas estaba en pie. Para llegar hubo que desafiar la insistente negativa de policías y capataces que nos indicaban que no siguiéramos. Entendimos por qué: un manto de agua correntosa, cuya fuerza se hacía sentir, pasaba bajo nuestros pies sobre lo que quedó de la calzada que daba acceso al hotel. Esta desaparecía abruptamente en un punto para dar paso a un agua espumosa que bajaba con fuerza de la montaña. Adelante, un pequeño abismo de lo que debía ser una vía de acceso y unos estacionamientos Para entrar al hotel había que casi avanzar pegado a la pared. Caer significaba ser arrastrado por la corriente. Adentro el panorama era desolador. La lujosa recepción, el Lobby, la cocina, estaban llenos de arena y cieno. No en poca medida. La arena se acumulaba a casi un metro del suelo en algunos puntos. Todo el mobiliario, las ventanas y las puertas estaban destruidos, como arrancados de cuajo. El hotel solo tenía seis meses de haber sido inaugurado y esta iba a ser su primera temporada alta. El administrador nos contó que el río había golpeado de lleno al hotel la madrugada del domingo, cuando ya todos habían sido evacuados. Unos funcionarios municipales nos contaron después que lo que pasaba era que grandes zonas de la orilla del río habían sido rellenadas para construir obras. Y que el río simplemente había reclamado lo que era suyo. En el recinto de la Feria de las Flores y el Café, la situación era más desoladora todavía. De los bellos jardines no quedaba el menor rastro. Una arena negra y espesa cubría todo el suelo del lugar. Había incluso palos y maleza arrastrada por la corriente en varios lugares. En la orilla del río, la cerca de ciclón era un amasijo de metal retorcido. Los pocos lugares donde aún se veía algo de césped, este parecía aplastado, peinado al ras, por algo tan poderoso que era muy difícil de imaginar. Y estábamos a varios metros de la orilla. Casi parecía imposible que el lugar en donde estábamos parados hubiese sido invadido por las aguas con tal furia e intensidad. En la sede de la alcaldía llegaba gente a llevar su donación,. Pero, curiosidades de la vida. La mayoría, por no decir la totalidad de los que vi llegar ese día, eran extranjeros que a duras penas hablaban español. Traían de todo: comida, mantas, agua. A veces no eran muchas cosas, pero se les veía el vivo interés de ayudar. El alcalde, que no nos atendió, después parecía haber mandado a llamar a alguien para averiguar qué hacíamos allí. Lo llamé desde David, y fue parco y un poco áspero. Me cerró la llamada a mitad de una pregunta. Vaya funcionarios.
El día siguiente fue de lenta y agónica espera en el aeropuerto Enrique Malek de David, la espera desesperanzada de que algún avión o helicóptero nos pudiera llevar a Bocas del Toro para ver de cerca las inundaciones. Fue inútil. El tiempo se desmejoró y de nada valió rogar a las autoridades por un cupo, aunque fuera como carga. " Lo que tu pesas lo puedo enviar en arroz o en agua" me dijo muy gráficamente Eustacio Fábrega, director de Aeronáutica civil, quien coordinaba el puente aéreo para llevar la ayuda a los damnificados.
Al día siguiente regresamos a Panamá. Las lluvias no dejaron de perseguirnos. Ya habían hecho estragos en la capital, anegada por los cuatro costados, aislada por los derrumbes. Todo gracias al agua, la misma que nos da la vida.
Cerrado por inventario
Hace 16 años