viernes, 12 de junio de 2009

Elogio a la locura

La cuenta regresiva para ingresar al reino de los locos avanza inexorablemente. Faltan días para que se inaugure el quinquenio del señor Martinelli y su corte demente. Hastiados y cansados de lo mismo, del bipartidismo gastado en torno a dos difuntos cada vez más lejanos y grises, la gente le apostó a la locura. Hemos reemplazado la polarización por la bipolridad. La razón se había mostrado ineficaz, así que podíamos prescindir de ella y librarnos al arbitrio de quienes invocan a la luna y le aullan. Para allá vamos. Y las señales son preocupantes. Los nombramientos ministeriales son un misterio, solo explicable fuera de los cauces trillados de la lógica: una ginecóloga que luchará contra el contrabando, un buen muchacho, artista de la lágrima televisiva y los motores rugientes, sin un título al mando de un ministerio social; un gerente y financista aficionado al aire libre como responsable de la ANAM, un publicista ganchoso como Ministro de Gobierno, una periodista opinadora como Ministra de Educación. Otro ministro quiere cazar comunistas hasta debajo de la cama. Y su jefe de policía parece una mezcla de Yul Brainer y Benito Musolini del trópico. Y así por el estilo. Todavía no han hecho nada. Solo hablar, sin mucha sustancia, solo ideas muy gaseosas, muy propias del reino del ensueño. O del delirio. Pero van a hacer cosas. Se les ve en la mirada alucinada. Erasmo de Rotterdam también estaría asustado.

martes, 2 de junio de 2009

La enfermedad del miedo

Caímos. Caímos todos. El anuncio. La alarma. El miedo. Un simple estornudo nos puso a temblar. Vimos pasar ante nuestros ojos la vida. Reparamos de pronto en todo lo que habíamos dejado de lado. Volvimos a ser niños juiciosos, a lavarnos las manos, a estar pendientes de las indicaciones oficiales, a cuidarnos y a temernos. Echamos mano de pañuelos, codos. Optamos por escondernos. Nos ocultamos tras mascarillas, es decir máscaras pequeñas que negaban nuestro rostro (nos negaban) en aras de una presunta seguridad. La distancia se instaló, sólida, entre nosotros. Saboteó el amor, dinamitó el afecto, sembró la duda, la sospecha y el recelo. Volvimos a tener miedo. Estuvimos en manos de las autoridades y no reparamos que ellos también tenían miedo. No sabían. Ocultaban cosas. Se equivocaban. Quien acudió a los servicios de salud por esos días lo puede atestiguar. Sí. Se equivocaban. Poco a poco, con el correr de los días y (¡paradójico!) a medida que el virus se regaba inexplicablemente (la explicación oficial es cuando menos sospechable) nos volvió la tranquilidad. No mata. Al menos no tanto. Al menos (todavía) no aquí. ¿Cuál es el miedo? Pero no estamos sanos. No. El miedo es el virus que nos paraliza (o nos moviliza). Los poderosos se dieron cuenta (una vez más). El miedo mueve. El miedo vende (pregúnteselo a los noticieros, las farmacias, a los que venden limpiadores, mascarillas, gel alcohlado etc.) El miedo nos hace olvidar de los problemas cotidianos, del hambre cotidiana, de las postergaciones cotidianas, de la desidia y la corrupción cotidianas. La (explicable) violencia cotidiana. Y eso sí mata. Seguro.