martes, 2 de junio de 2009

La enfermedad del miedo

Caímos. Caímos todos. El anuncio. La alarma. El miedo. Un simple estornudo nos puso a temblar. Vimos pasar ante nuestros ojos la vida. Reparamos de pronto en todo lo que habíamos dejado de lado. Volvimos a ser niños juiciosos, a lavarnos las manos, a estar pendientes de las indicaciones oficiales, a cuidarnos y a temernos. Echamos mano de pañuelos, codos. Optamos por escondernos. Nos ocultamos tras mascarillas, es decir máscaras pequeñas que negaban nuestro rostro (nos negaban) en aras de una presunta seguridad. La distancia se instaló, sólida, entre nosotros. Saboteó el amor, dinamitó el afecto, sembró la duda, la sospecha y el recelo. Volvimos a tener miedo. Estuvimos en manos de las autoridades y no reparamos que ellos también tenían miedo. No sabían. Ocultaban cosas. Se equivocaban. Quien acudió a los servicios de salud por esos días lo puede atestiguar. Sí. Se equivocaban. Poco a poco, con el correr de los días y (¡paradójico!) a medida que el virus se regaba inexplicablemente (la explicación oficial es cuando menos sospechable) nos volvió la tranquilidad. No mata. Al menos no tanto. Al menos (todavía) no aquí. ¿Cuál es el miedo? Pero no estamos sanos. No. El miedo es el virus que nos paraliza (o nos moviliza). Los poderosos se dieron cuenta (una vez más). El miedo mueve. El miedo vende (pregúnteselo a los noticieros, las farmacias, a los que venden limpiadores, mascarillas, gel alcohlado etc.) El miedo nos hace olvidar de los problemas cotidianos, del hambre cotidiana, de las postergaciones cotidianas, de la desidia y la corrupción cotidianas. La (explicable) violencia cotidiana. Y eso sí mata. Seguro.

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