
Nadie las ve. Todo el mundo pasa a toda prisa por su lado. Incluso las atraviesan. Son la pausa en la agonía del cruce de una avenida. Un trozo de tierra salvadora. Pero están allí. Algunas son inhóspitas. Áridas y desiertas, parecen una comarca de la Antártida. Otras son hermosas. llenas de árboles, vegetación, aves. Vida. Casi parecerían parques, si su extensión no fuera tan breve y su función no fuera tan utilitaria. Pero si uno se lo propone, si uno tensa la realidad, si aplica la imaginación y se queda allí por un tiempo más que el necesario descubre sorprendido esa otra tierra, alternativa, paralela. Un mundo aislado en medio del ruido de la ciudad que ruge. Podría incluso quedarse a vivir allí. Debería haber más. Muchas más por todas partes. En una ciudad, no digamos ideal (sería pedir demasiado) pero al menos un poco más humana, con más espacio para la gente, con calles más amables, no estas invitaciones al suicidio colectivo que son las vías citadinas. Sería de agradecer. Las isletas son una provocación a salirse del cauce furioso de la urbe y habitar por un instante (o un siglo) otro mundo.
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