viernes, 31 de julio de 2009

Pedro y la ambulancia

Nadie quiere ceder el paso.

Pedro (es el nombre que entendí que me dijo) me recoge en su taxi en una esquina de la vía Cincuentenario. Un enorme camión articulado, que trata de girar, ha trancado la avenida. Todos los automóviles están represados. Algunos conductores tratan de pasar como pueden. Un auto, salido de la nada se nos acerca peligrosamente por atras. El chofer suena su bocina y nos rebasa, temerario. "¿A este que le dio?" dice Pedro, que no lo puede creer. Luego, en el semáforo una señora se atraviesa. No cede el paso y no se decide a cruzar. Nos lanza una mirada de reprobación. "¿Viste? ese es el problema. Nadie quiere ceder. Por eso ocurren los accidentes", dice Pedro, meneando la cabeza.
Pedro maneja un taxi para "redondear". Su verdadero trabajo es como chofer de ambulancias en una policlínica del Seguro Social. "No nos pagan horas extras. Nos dan tiempo por tiempo, pero cuando lo queremos tomar nos dicen: 'no se puede". Durante la crisis de la gripe A (H1N1) dice que tuvo que trabajar turnos de 12 y 14 horas.
"Por eso -dice- hoy voy a llegar tarde. Si me dicen algo, les recuerdo que me deben un pocotón de horas".
Pero de lo que más se queja es de la indolencia de los conductores, de la gente que maneja. "Ni con la sirena quieren dar paso. Lo otro son los vivos que se te pegan cuando se despeja la vía, aunque esos no son tan graves".

Pedro me cuenta una historia que parece mentira:

"Me llamaron por el radio. Había una persona que necesitaba atención urgente. Había que llegar rápido. No estaba muy lejos, pero la ambulancia no tenía casi gasolina. " con esto no llego", pensé. Me metí en una bomba. Había una fila enorme para tomar gasolina. Había una señora en un carro blanco adelante de mí. Le dije 'por favor, señora, tengo que ir a buscar una persona que está grave, ¿me podría ceder su espacio, por favor?. La señora, me miró de reojo y me dijo: "espere su turno". Los minutos pasaban. Le pedí a otro señor de la fila contigua si me podía dar chance. Se hizo a un lado y me dejó pasar. Llené el tanque y salí a toda velocidad. Había tranque. Prendí la sirena, puse las luces, y ni así abrían espacio los carros. Como pude, logré llegar al lugar del accidente. Era un muchacho. Estaba herido. Lo llevé hasta el hospital. Mientras lo bajaban de la ambulancia y los paramédicos lo acomodaban para que pudiera recibir atención, una mujer, asustada, lo esperaba, llorando. Ella se sorprendió al verme. Yo también. Era la mujer que no me había querido ceder el turno en la gasolinera. El muchacho era su hijo".

jueves, 30 de julio de 2009

Ave eléctrica



Lo primero que se oyó fue un chasquido. Luego hubo como un chisporroteo, como si alguien estuviera haciendo un huevo frito. En seguida se escuchó un "boom". Todos corrimos hacia la ventana. Advertimos que no había electricidad. El transformador de la red eléctrica que pasa por nuestro edificio, y que está peligrosamente ubicado a unos cinco metros de mi balcón acababa de explotar. Salía algo de humo de su parte superior. "Nos fregamos", creo que dijo mi esposa. Parecía que todo se debía a una fluctuación de voltaje, tan común en la barriada. De pronto Adrián David, mi hijo menor, de siete años, que se había asomado a la ventana pese a que le habíamos dicho que no lo hiciera, exclamó: "¡Mira! ¡ahí!. Me asomé. No podía creerlo. Porfiado y tranquilo un talingo terminaba de acomodar las ramitas de su nido que acababa de construir, justo debajo del transformador. Un movimiento de sus alas o de su cola había causado un cortocircuito que podría haberlo convertido en ave rostizada. Pero él (¿o ella?) estaba como si nada, a sus anchas en su nueva casa. ¿Qué hado, que dios alado y perverso protege a estos pajarracos? ¿cómo osan, cómo juegan con la muerte de manera impune y temeraria? (y claro, nos perjudican de paso) Este pariente tropical de los cuervos de Poe parece pasearse entre el mundo de los vivos y los muertos con absoluta indolencia. Cargados de energía sin duda nacerán y crecerán las crías cuyos huevos ya empolla.

miércoles, 29 de julio de 2009

Gutierrez


Tembloroso y cojo, pelado y con mirada de desamparo, llegó un día cualquiera a rebuscar comida en la basura. Nadie lo quería. Era un intruso, un merodeador. Un indeseable. Su mansedumbre, su terca persistencia fueron haciéndolo parte del paisaje. Llegaba a dormir largas siestas a los portones del edificio. Poco a poco le fuimos tomando cariño. Lo llamamos 'Gutierrez'. El lo aceptó de buen grado. Se convirtió en la mascota del edificio. Mis hijos se alegraban al verlo en las mañanas cuando salíamos para la escuela. "¡Hola Guitierrez!", lo llamaban con entusiasmo y él, alegre, meneaba la cola. Nos 'escoltaba' hasta la parada de buses, bien distante. Luego regresaba. Asumió su función de guardián y se volvió un problema para los señores que dejaban los recibos de la luz, del agua, del cable, anunciaba la cercanía de gente sospechosa, día y noche. Desafiaba a los otros canes más robustos, mejor alimentados y en mejores condiciones de salud que él. Durante algunos días parecía que estaba más enfermo que de costumbre. Echado al lado del portón, llegamos a pensar que estaba muerto. Un día cualquiera no lo vimos más. Así como llegó, se desvaneció sin dejar rastro. "¿Dónde está Gutierrez?", preguntan todavía mis hijos. No tengo respuestas para ellos, ni para mí. En las noches escucho a los perros aullar y ladrar. Entre esos sonidos creo reconocer el bufido cansado y profundo de Gutierrez. Y me pregunto cuando tardará en recordar el camino de vuelta a esta, su 'casa'. O si se habrá extraviado ya para siempre tras un elusivo hueso en algún sendero perdido entre las estrellas.

Barrer, trapear, pintar

En verano (me gusta más usar la inexacta y más literaria palabra 'verano' para referirme a la temporada seca de este país) la gente suele arreglar la casa. Se botan cachivaches, muebles viejos, papeles, cosas inservibles. Con los objetos uno tiene la superstición o la fantasía de que también se van las tristezas, los dolores, los rencores. Es una manera de exorcisar las malas vibras del año que se está dejando atrás. Barremos y trapeamos furiosamente tratando de remover hasta el milímetro la suciedad acumulada en aquellos rincones que nunca visitamos. Lo mismo nos sucede interiormente. Simbolicamente tratamos de sacar aquellas manchas que nos opacan, aquellos recuerdos malos que nos hacen daño y que generalmente hemos dejado dormidos. Luego buscamos la pintura. Colores distintos, vivos y brillantes, solemos elegir, para darle a la casa otra aire, otra luz. Ojalá un aspecto nuevo, como una hoja en blanco donde volver a escribir la historia desde cero. Así nosotros nos prometemos enmendar los malos pasos, pedir perdón, dejar los malos hábitos, retomar los proyectos inconclusos y romper con la cadena de postergaciones eternas.

Este blog estaba un poco abandonado, así que con palabras de jabón, escoba de rectificación y pintura de ideas nuevas vamos a tratar de recobrarlo para que brille, para que respire renovado y sepa que no lo olvidamos. Que es una casa donde cabe todo. Donde caben todos.