miércoles, 16 de septiembre de 2009

Las invasiones bárbaras




Primero fue el sonido.
Era el rugido de un motor descomunal que invadía el espacio sonoro. Claro que nos extrañó. Como siempre, los niños fueron los primeros en acudir a ver. ¡Un camión! decía mi hijo pequeño. Un camión común y corriente no le suscitaría tanta emoción. Camiones pasan y camiones van todos los días por las calles cercanas a la casa. Camiones pasan todo el tiempo por la avenida cercana que se ve desde la ventana del cuarto de los chicos. Camiones de todos los tamaños, desde los huidizos micropáneles de alguna floristería de barrio hasta los monstruos de 18 ruedas que atraviesan el país sin detenerse. Lo que había afuera de nuestra casa ese día era precisamente uno de esos monstruos de 18 ruedas con todo y su cargamento, un enorme contenedor que aún olía a mar y a lejanía recién desembarcada.
El monstruo retrocedió para acomodarse. El cabezal, o sea, el remolque, quedó justo en el portón del edificio, bloqueando toda la entrada. Le gritamos desde arriba "no puede estacionarse ahí". El conductor, de mal humor, antecedió su respuesta con improperios ininteligibles pero cuyo significado no hacía falta traducir. "solo voy a dejar la carga", dijo, como si fuese una respuesta natural. No entendimos. Pero sí. Pocos minutos después la explicación vendría de la mano del cumplimiento de sus palabras, que cobraban todo su sentido: en vez de llevarse de allí a aquel mastodonte mecánico en su totalidad, el hombre se apeó del vehículo, hizo algunos ajustes (¿o desajustes?) y vimos como la cabeza del engendro se desprendía de su cuerpo. El cabezal de la 'mula', con su conductor rezongón adentro, giró hacia la avenida y se fue, dejando abandonado el contenedor en plena calle, sin importar que ya eran más de las seis de la tarde, que los carros que intentaban entrar a la barriada tenían que evadir con temeridad la monstruosa caja metálica, que las avenidas estaban atestadas, que nuestra callecita modesta colapsaba por el exceso de llenura. Allí se quedó el contenedor.
Pocos minutos después, pero que parecieron eternos, llegó otro camión más pequeño, del que se bajó alguien y abrió las compuertas del cuerpo del monstruo. Dos hombres apenas distinguibles entre las sombras que empezaban a apoderarse del mundo, empezaron a bajar cachivaches. cosas metálicas, pesadas, y las cargaron con prisa en el otro camión. Minutos más tarde regresó el de la mula, la conectó nuevamente al remolque y, tras increíbles acrobacias, se llevó de allí aquella aparición. Esa tarde volaron por los aires varias prohibiciones: la de acarrear cosas de noche, la de estacionar camiones en sitios residenciales, la de bloquear los accesos peatonales y vehiculares y otras más que no recuerdo. No es la primera vez que esto ocurre, y no pasa nada. Estamos invadidos por los bárbaros. Ellos mandan. ¿Habrá manera de librarnos de su yugo? civilizadamente parece que no es posible.

viernes, 31 de julio de 2009

Pedro y la ambulancia

Nadie quiere ceder el paso.

Pedro (es el nombre que entendí que me dijo) me recoge en su taxi en una esquina de la vía Cincuentenario. Un enorme camión articulado, que trata de girar, ha trancado la avenida. Todos los automóviles están represados. Algunos conductores tratan de pasar como pueden. Un auto, salido de la nada se nos acerca peligrosamente por atras. El chofer suena su bocina y nos rebasa, temerario. "¿A este que le dio?" dice Pedro, que no lo puede creer. Luego, en el semáforo una señora se atraviesa. No cede el paso y no se decide a cruzar. Nos lanza una mirada de reprobación. "¿Viste? ese es el problema. Nadie quiere ceder. Por eso ocurren los accidentes", dice Pedro, meneando la cabeza.
Pedro maneja un taxi para "redondear". Su verdadero trabajo es como chofer de ambulancias en una policlínica del Seguro Social. "No nos pagan horas extras. Nos dan tiempo por tiempo, pero cuando lo queremos tomar nos dicen: 'no se puede". Durante la crisis de la gripe A (H1N1) dice que tuvo que trabajar turnos de 12 y 14 horas.
"Por eso -dice- hoy voy a llegar tarde. Si me dicen algo, les recuerdo que me deben un pocotón de horas".
Pero de lo que más se queja es de la indolencia de los conductores, de la gente que maneja. "Ni con la sirena quieren dar paso. Lo otro son los vivos que se te pegan cuando se despeja la vía, aunque esos no son tan graves".

Pedro me cuenta una historia que parece mentira:

"Me llamaron por el radio. Había una persona que necesitaba atención urgente. Había que llegar rápido. No estaba muy lejos, pero la ambulancia no tenía casi gasolina. " con esto no llego", pensé. Me metí en una bomba. Había una fila enorme para tomar gasolina. Había una señora en un carro blanco adelante de mí. Le dije 'por favor, señora, tengo que ir a buscar una persona que está grave, ¿me podría ceder su espacio, por favor?. La señora, me miró de reojo y me dijo: "espere su turno". Los minutos pasaban. Le pedí a otro señor de la fila contigua si me podía dar chance. Se hizo a un lado y me dejó pasar. Llené el tanque y salí a toda velocidad. Había tranque. Prendí la sirena, puse las luces, y ni así abrían espacio los carros. Como pude, logré llegar al lugar del accidente. Era un muchacho. Estaba herido. Lo llevé hasta el hospital. Mientras lo bajaban de la ambulancia y los paramédicos lo acomodaban para que pudiera recibir atención, una mujer, asustada, lo esperaba, llorando. Ella se sorprendió al verme. Yo también. Era la mujer que no me había querido ceder el turno en la gasolinera. El muchacho era su hijo".

jueves, 30 de julio de 2009

Ave eléctrica



Lo primero que se oyó fue un chasquido. Luego hubo como un chisporroteo, como si alguien estuviera haciendo un huevo frito. En seguida se escuchó un "boom". Todos corrimos hacia la ventana. Advertimos que no había electricidad. El transformador de la red eléctrica que pasa por nuestro edificio, y que está peligrosamente ubicado a unos cinco metros de mi balcón acababa de explotar. Salía algo de humo de su parte superior. "Nos fregamos", creo que dijo mi esposa. Parecía que todo se debía a una fluctuación de voltaje, tan común en la barriada. De pronto Adrián David, mi hijo menor, de siete años, que se había asomado a la ventana pese a que le habíamos dicho que no lo hiciera, exclamó: "¡Mira! ¡ahí!. Me asomé. No podía creerlo. Porfiado y tranquilo un talingo terminaba de acomodar las ramitas de su nido que acababa de construir, justo debajo del transformador. Un movimiento de sus alas o de su cola había causado un cortocircuito que podría haberlo convertido en ave rostizada. Pero él (¿o ella?) estaba como si nada, a sus anchas en su nueva casa. ¿Qué hado, que dios alado y perverso protege a estos pajarracos? ¿cómo osan, cómo juegan con la muerte de manera impune y temeraria? (y claro, nos perjudican de paso) Este pariente tropical de los cuervos de Poe parece pasearse entre el mundo de los vivos y los muertos con absoluta indolencia. Cargados de energía sin duda nacerán y crecerán las crías cuyos huevos ya empolla.

miércoles, 29 de julio de 2009

Gutierrez


Tembloroso y cojo, pelado y con mirada de desamparo, llegó un día cualquiera a rebuscar comida en la basura. Nadie lo quería. Era un intruso, un merodeador. Un indeseable. Su mansedumbre, su terca persistencia fueron haciéndolo parte del paisaje. Llegaba a dormir largas siestas a los portones del edificio. Poco a poco le fuimos tomando cariño. Lo llamamos 'Gutierrez'. El lo aceptó de buen grado. Se convirtió en la mascota del edificio. Mis hijos se alegraban al verlo en las mañanas cuando salíamos para la escuela. "¡Hola Guitierrez!", lo llamaban con entusiasmo y él, alegre, meneaba la cola. Nos 'escoltaba' hasta la parada de buses, bien distante. Luego regresaba. Asumió su función de guardián y se volvió un problema para los señores que dejaban los recibos de la luz, del agua, del cable, anunciaba la cercanía de gente sospechosa, día y noche. Desafiaba a los otros canes más robustos, mejor alimentados y en mejores condiciones de salud que él. Durante algunos días parecía que estaba más enfermo que de costumbre. Echado al lado del portón, llegamos a pensar que estaba muerto. Un día cualquiera no lo vimos más. Así como llegó, se desvaneció sin dejar rastro. "¿Dónde está Gutierrez?", preguntan todavía mis hijos. No tengo respuestas para ellos, ni para mí. En las noches escucho a los perros aullar y ladrar. Entre esos sonidos creo reconocer el bufido cansado y profundo de Gutierrez. Y me pregunto cuando tardará en recordar el camino de vuelta a esta, su 'casa'. O si se habrá extraviado ya para siempre tras un elusivo hueso en algún sendero perdido entre las estrellas.

Barrer, trapear, pintar

En verano (me gusta más usar la inexacta y más literaria palabra 'verano' para referirme a la temporada seca de este país) la gente suele arreglar la casa. Se botan cachivaches, muebles viejos, papeles, cosas inservibles. Con los objetos uno tiene la superstición o la fantasía de que también se van las tristezas, los dolores, los rencores. Es una manera de exorcisar las malas vibras del año que se está dejando atrás. Barremos y trapeamos furiosamente tratando de remover hasta el milímetro la suciedad acumulada en aquellos rincones que nunca visitamos. Lo mismo nos sucede interiormente. Simbolicamente tratamos de sacar aquellas manchas que nos opacan, aquellos recuerdos malos que nos hacen daño y que generalmente hemos dejado dormidos. Luego buscamos la pintura. Colores distintos, vivos y brillantes, solemos elegir, para darle a la casa otra aire, otra luz. Ojalá un aspecto nuevo, como una hoja en blanco donde volver a escribir la historia desde cero. Así nosotros nos prometemos enmendar los malos pasos, pedir perdón, dejar los malos hábitos, retomar los proyectos inconclusos y romper con la cadena de postergaciones eternas.

Este blog estaba un poco abandonado, así que con palabras de jabón, escoba de rectificación y pintura de ideas nuevas vamos a tratar de recobrarlo para que brille, para que respire renovado y sepa que no lo olvidamos. Que es una casa donde cabe todo. Donde caben todos.

viernes, 12 de junio de 2009

Elogio a la locura

La cuenta regresiva para ingresar al reino de los locos avanza inexorablemente. Faltan días para que se inaugure el quinquenio del señor Martinelli y su corte demente. Hastiados y cansados de lo mismo, del bipartidismo gastado en torno a dos difuntos cada vez más lejanos y grises, la gente le apostó a la locura. Hemos reemplazado la polarización por la bipolridad. La razón se había mostrado ineficaz, así que podíamos prescindir de ella y librarnos al arbitrio de quienes invocan a la luna y le aullan. Para allá vamos. Y las señales son preocupantes. Los nombramientos ministeriales son un misterio, solo explicable fuera de los cauces trillados de la lógica: una ginecóloga que luchará contra el contrabando, un buen muchacho, artista de la lágrima televisiva y los motores rugientes, sin un título al mando de un ministerio social; un gerente y financista aficionado al aire libre como responsable de la ANAM, un publicista ganchoso como Ministro de Gobierno, una periodista opinadora como Ministra de Educación. Otro ministro quiere cazar comunistas hasta debajo de la cama. Y su jefe de policía parece una mezcla de Yul Brainer y Benito Musolini del trópico. Y así por el estilo. Todavía no han hecho nada. Solo hablar, sin mucha sustancia, solo ideas muy gaseosas, muy propias del reino del ensueño. O del delirio. Pero van a hacer cosas. Se les ve en la mirada alucinada. Erasmo de Rotterdam también estaría asustado.

martes, 2 de junio de 2009

La enfermedad del miedo

Caímos. Caímos todos. El anuncio. La alarma. El miedo. Un simple estornudo nos puso a temblar. Vimos pasar ante nuestros ojos la vida. Reparamos de pronto en todo lo que habíamos dejado de lado. Volvimos a ser niños juiciosos, a lavarnos las manos, a estar pendientes de las indicaciones oficiales, a cuidarnos y a temernos. Echamos mano de pañuelos, codos. Optamos por escondernos. Nos ocultamos tras mascarillas, es decir máscaras pequeñas que negaban nuestro rostro (nos negaban) en aras de una presunta seguridad. La distancia se instaló, sólida, entre nosotros. Saboteó el amor, dinamitó el afecto, sembró la duda, la sospecha y el recelo. Volvimos a tener miedo. Estuvimos en manos de las autoridades y no reparamos que ellos también tenían miedo. No sabían. Ocultaban cosas. Se equivocaban. Quien acudió a los servicios de salud por esos días lo puede atestiguar. Sí. Se equivocaban. Poco a poco, con el correr de los días y (¡paradójico!) a medida que el virus se regaba inexplicablemente (la explicación oficial es cuando menos sospechable) nos volvió la tranquilidad. No mata. Al menos no tanto. Al menos (todavía) no aquí. ¿Cuál es el miedo? Pero no estamos sanos. No. El miedo es el virus que nos paraliza (o nos moviliza). Los poderosos se dieron cuenta (una vez más). El miedo mueve. El miedo vende (pregúnteselo a los noticieros, las farmacias, a los que venden limpiadores, mascarillas, gel alcohlado etc.) El miedo nos hace olvidar de los problemas cotidianos, del hambre cotidiana, de las postergaciones cotidianas, de la desidia y la corrupción cotidianas. La (explicable) violencia cotidiana. Y eso sí mata. Seguro.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Islas en la ciudad


Nadie las ve. Todo el mundo pasa a toda prisa por su lado. Incluso las atraviesan. Son la pausa en la agonía del cruce de una avenida. Un trozo de tierra salvadora. Pero están allí. Algunas son inhóspitas. Áridas y desiertas, parecen una comarca de la Antártida. Otras son hermosas. llenas de árboles, vegetación, aves. Vida. Casi parecerían parques, si su extensión no fuera tan breve y su función no fuera tan utilitaria. Pero si uno se lo propone, si uno tensa la realidad, si aplica la imaginación y se queda allí por un tiempo más que el necesario descubre sorprendido esa otra tierra, alternativa, paralela. Un mundo aislado en medio del ruido de la ciudad que ruge. Podría incluso quedarse a vivir allí. Debería haber más. Muchas más por todas partes. En una ciudad, no digamos ideal (sería pedir demasiado) pero al menos un poco más humana, con más espacio para la gente, con calles más amables, no estas invitaciones al suicidio colectivo que son las vías citadinas. Sería de agradecer. Las isletas son una provocación a salirse del cauce furioso de la urbe y habitar por un instante (o un siglo) otro mundo.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Alimentar a la sierpe


La miro. Ella me devuelve la mirada. La sostiene. Es insolente. Altanera. Exigente. Voraz. Lo sé. Tiene hambre y no tiene la menor vergüenza en exigir que la sacie. Silente. Sin palabras. He creído, algunas noches, escuchar un silbido quedo pero persistente, insidioso. Es ella. Sé que es ella que pide y pide sin siquiera la promesa de dar nada a cambio. Me reta y trata de amedrentarme con amenazas calculadas. Es inteligente, no hay duda. Pero también cruel. Me tiraniza. Quiere mi sumisión, mi allanamiento. ¿Cuanto tiempo podré resistirme? La sierpe quiere que la llene de historias nuevas, de ocurrencias ingeniosas, quiere que le cuente mis cosas (¡habrase visto!) y que encima las haga públicas. ¿Habrá para tanto? A veces lo dudo. Pero ella no cede. Un día terminará devorándome.

miércoles, 18 de febrero de 2009

La guerra de los talingos y las palomas


Un combate se libra en las alturas. Seres alados, blancos unos; negrísimos los otros. Podría pensarse en una lucha entre la luz y las tinieblas. Pero no. Ambos bandos abrevan de ambos extremos. Son ambiguos y ambivalentes, en fin: naturales y silvestres. Ambos son plagas: ratas con alas dirán algunos. Los he visto espiarse, con recelo y con rencor, huir y esconderse. Persistir en el territorio conquistado. Llorar la derrota. Son invasores. Primero las palomas tomaron por asalto los aleros de mi casa. En recovecos inalcanzables, construyeron nidos y fortalezas. Allí vieron la luz pichones hambrientos que luego partieron para no volver. Allí pasaron las temporadas de lluvias, cubrieron las ventanas de plumas y de heces, su amor ruidoso llenó de insomnio numerosas noches eternas. Y entonces, el árbol que alguien plantó hace mucho tiempo en el jardín que da sobre la vereda creció, y sus ramas se extendieron hacia las alturas. Hasta allí llegó una mañana la bandada de talingos fugitivos. Banda al fin, se tomaron el árbol sin pedir permiso, se adueñaron de cada rama y no permitieron más intrusión ni tan siquiera acercamientos. Desde esa base de avanzada divisaron al enemigo: las palomas blancas, o manchadas. Estas no se dejaron intimidar. Practicaron hasta la saciedad la retirada estratégica, evadieron los lances agresivos de las aves negras pero persistieron una y otra vez en su necio propósito de dominar la techumbre de mi casa. Sobrevivientes de balinazos, escobazos, piedras, agua, reinaron hasta la llegada de los talingos, que no cesaron entonces de perseguirlas, atacarlas, amedrentarlas, de todas las formas posibles. Una vez, un vecino tuvo la temeraria idea de soltar a tres gavilanes en la vecindad. Cundió el terror, no solo entre las aves sino entre los demás vecinos. En cuestión de horas, las rapaces dieron cuenta de talingos, palomas, colibrís y pechiamarillos. Los sobrevivientes huyeron en desbandada hasta la colina cercana, donde esperaron varios días hasta que concluyera la amenaza. Finalmente alguien logró atajar a los gavilanes. Desde entonces, las batallas entre talingos y palomas se ha reanudado, pero ya nadie les presta atención. Ya son parte del paisaje.

jueves, 5 de febrero de 2009

El bosque


Semillas remotas traídas por las aves se enclavaron en la delgada capa de tierra que cubre la rocosa loma que domina San Cristóbal. Y allí donde solo una hierba salvaje y simple crecía para ser raída cada verano por el fuego de los incendios, crecieron, primero tímidos, luego imponentes, aquellos árboles. Son modestos, no vaya a pensarse en robles, encinos, naranjos o cosa parecida. Defienden su dignidad para no ser confundidos con arbustos, pero su altura nunca supondrá un desafío para ninguna especie. Con sus brazos extendidos hacia el cielo, acaso suplicantes, seguramente sedientos, son refugio de las aves. También enmarcan la ruta tortuosa de algunos piedreros que cruzan hacia San Miguelito, luego de abastecerse en los sórdidos mercados de drogas clandestinos de Río Abajo. Algunas noches se ven los reflejos repentinos de los fuegos que encienden en algún lugar de la colina para consumir su vicio en ese aislamiento falso, en ese simulacro de monte que les da la ilusa sensación de libertad. Otros, más osados, y mas desagradables, arrastran llantas y las queman en los baldíos adyacentes a la loma para extraerles los alambres y venderlos como metal en alguna de las compraventas de reciclaje que también abundan en las cercanías. Su humo tóxico enferma a los vecinos, pero, desde luego, a ellos los trae sin cuidado. Pero en ese bosque reside, o residía otro habitante. Uno que rehuye a la gente, que se esconde detrás de la exigua maleza. Rey solitario de la colina, monarca del silencio, gobernante de su imperio de pájaros malditos, perros fugitivos, ratas hambrientas y estrellas lejanas. Él, cuyo nombre no recuerdo, se desliza hacia la ciudad, en busca de algo para mantenerse. Arrastra la vergüenza, disimula el dolor. No es cínico ni enajenado como se pensaría de un habitante de la calle. De hecho no vive en la calle sino allá en lo alto, en la loma. A veces sube a los buses a pedir ayuda. Lo hace muerto de la pena, pero aun con restos de una entereza y una dignidad maltratada que lo reivindican. Su cara manchada lo delata, pero el no tiene nada que esconder. Y lo habla alto: el sarcoma de Kaposi lo consume vivo. Sabe que le queda poco tiempo. El Sida lo expulsó del mundo y lo relegó a aquella comarca cercana aunque inhóspita en donde temo que ya se haya perdido para siempre.

sábado, 31 de enero de 2009

Imaginario


Las primeras historias que conté en mi vida no se referían a nada que existiera realmente. Eran puertas hacia otras dimensiones, búsquedas. Aunque la realidad no era horrible, no era, al menos para mí, a esa corta edad, ciertamente interesante. Tenía que existir algo en esta vida mejor de lo que había ante mis ojos. Si no, había que inventarlo. Así llené cientos de cuadernos con cuentos ilustrados, historias bizarras de dinosaurios, laboratorios secretos, planetas distantes o continentes desaparecidos habitados por civilizaciones fantásticas. Pronto las imágenes terminaron invadiendo todo, la impaciencia por contar se volvió gráfica. Luego la vida se encargó de equilibrar las cargas y la palabra, reconciliada con la realidad, al final venció. Pero no del todo. De tarde en tarde, con el lápiz, la pluma, la acuarela o con las sencillas utilerías de dibujo de la pc vuelve el deseo de pintar algo. Como estos dibujitos algo infantiles que ilustran algunos textos.

viernes, 30 de enero de 2009

Amigo

Alguien me pidió algo de ficción. Aquí hay un pequeño texto que andaba suelto por ahí.

La carne del amigo



'Hola muchacho', lo saludó el hombre alegremente, como solía hacer todas las mañanas cuando visitaba su celda. Colocó el plato de latón con la comida en el lugar de siempre. El saludo se quedó sin respuesta. El hombre ya estaba acostumbrado a esa aparente indiferencia mansa, a esa falta de cortesía muda y elemental. No sabía, no podía adivinar tampoco, lo que pasaba por la mente del otro en ese momento. 'Te traje tu comida', dijo el hombre como si fuera necesario reiterar lo que era obvio. Luego tomó la escoba para limpiar el lugar. Había dejado la puerta abierta. 'Tienes esto hecho una porquería' , le dijo el hombre sin esperar respuesta, pero entonces supo que el silencio le devolvía un sordo rencor ante el aparente reproche. En otra época el otro se habría abalanzado a devorar la magra ración, como un niño goloso. Pero esta vez ni siquiera se acercó. Algo había cambiado en él. ¿Estás enfermo?", le preguntó el hombre, extrañado por su quietud inusual y su mirada fría, mientras continuaba tratando de poner un poco de orden en aquel caos. La respuesta, silenciosa y repentina, la sintió en el calcañar. Una punzada aguda y la presión de una pinza implacable le derribaron. Luego los brazos, el vientre y la cabeza recibieron el castigo furioso. El hombre apenas tuvo tiempo de superar la sorpresa, de asimilar la incompresible enormidad de lo que ocurría. Por las heridas manaba la sangre y se le iba la vida mientras el jabalí, incontenible ya, se cebaba con su carne.

Aristides Cajar Páez
Marzo de 2008

Desandar

No conozco su nombre. Pero sé que lo he visto antes. Muy sucio y descuidado, su negra piel aparecía opaca y cenicienta. Es alto y pese a que se adivinaba que llevaba tiempo sin comer, sus huesos aún se notaban fuertes. Él decidió hacer ese día algo que todos deseamos alguna vez. Cumplir un sueño infantil, curarnos de dolores, borrar las memorias desagradables. Cuando éramos pequeños nos dijeron que no. Que era imposible hacerlo. Que era una necedad. Ahora también se lo hemos dicho a nuestros hijos. Que no se puede. Que es absurdo. Que es un rasgo de inmadurez, una pataleta inútil para no aceptar los hechos. La mañana era luminosa y el sol invadía todos los espacios, se apoderaba de todas las superficies. Allí estaba él. Pasé a su lado en el carro, lentamente. La calle estaba congestionada. Los vehículos apenas se movían. Entonces vi el milagro. Lentamente, paso a paso, él, se iba despidiendo del porvenir y regresaba resuelto hacia el origen, descontaba en su andar inverso los minutos, se iba hundiendo en el tiempo ya transcurrido. Que los entendidos decidan si es locura o fábula. Yo sé lo que vi. Sobre el puente de Río Abajo el negro enorme sonreía: caminando hacia atrás había logrado regresar al pasado.

miércoles, 28 de enero de 2009

El camino de la mayoría (otra de Hesse)

"-Las cosas que vemos -dijo Pistorius con voz apagada- son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro difícil".

Herman Hesse
'Demian', Cap. 6. 'La lucha de Jacob'

martes, 27 de enero de 2009

Aéreo


Hay días inasibles

aéreos

en los que más vale irse por las ramas

saltar por la ventana

y volar


Hay días indescifrables

etéreos

donde no sabemos si somos sueños

y nos estrellamos, insalvables, contra el mundo


Hay sueños imposibles

aéreos

que vuelan sin retorno

que nos abandonan, indolentes

en la mitad del cielo.




Aristides Cajar Páez

diciembre 2008

sábado, 24 de enero de 2009

Homo tecnológicus

Digan lo que quieran. Estoy enganchado. Encadenado. Dependiente. La teconología me puso su grillete (virtual, por favor) y me hace que me postre a sus pies. Hoy voló en pedazos (pedazos informáticos, hay que decir) mi buzón de correo de la oficina. El peso de unas fotos hizo que la memoria (que no es de elefante, esta se expresa en gigabytes) del correo 'colapsara' (odio esta palabra, más bien el desgaste y la desnaturalización impune e inmisericorde que los medios de comunicación le hemos infligido). Volaron documentos importantes, direcciones de gente con la que nunca más voy a poder comunicarme, frases memorables que a veces alguien dice a través de los correos, listados de trabajos importantes, avisos, etc. Detesto esta dependencia, pero como el adicto, no puedo librarme de ella. Yo al menos conocí otro tiempo feliz en el cual esto no existía y las cosas se hacían de otro modo. Compadezco a los más jóvenes que no conocieron, ni tienen hoy otra alternativa.

jueves, 22 de enero de 2009

La vuelta de enero

Volví a enfrentarme con el dios del Tiempo. Temible, me amenaza con tambores que retumban a lo lejos. Finjo no notarlo (y que lo demás no lo noten, lo que usualmente es inutil como se vé) y por eso evito socializar ese encuentro anual e inevitable con el calendario. Le tengo una deuda y sé que me la quiere cobrar. La deuda de haber dormido descaradamente durante años, de haberme entregado a la molicie deliciosa, epicúrea. La deuda de haber quemado, indolente, los días sin mayor gracia ni ventura, de haberme vuelto tremendamente hábil en sobrevivir sin demasiado esfuerzo, sin apostarle demasiado a nada, resguardado de las asechanzas de la vida y por supuesto, de sus recompensas también. Pero ya me harté. No quiero dormir más.